Hay dolores que no sangran, pero desgarran.
Heridas que no dejan cicatrices visibles, pero que marcan la forma en que respiramos, confiamos, amamos.
Son las heridas del alma, esas que se esconden detrás de una sonrisa educada, de un “estoy bien” automático, de una rutina que intenta sostener lo insostenible.
A veces ni siquiera somos capaces de darnos el permiso de sentirlas, las silenciamos, pero se manifiestan en el cansancio sin causa, en la tristeza inexplicable, en el miedo a volver a confiar, en la necesidad constante de demostrar que valemos.
Gritan en la noche, en los pensamientos que no se callan, en la ansiedad que no se explica, en las lágrimas que reprimimos y que ponen a llorar a los órganos internos.
No se curan con vendas, ni con silencios.
Sanar estas heridas requiere tiempo, espacio y mucha compasión.
Requiere que aprendamos a mirarnos con ternura, a aceptar que sentir no es debilidad, que pedir ayuda no es derrota, que llorar no es retroceder.
Las heridas visibles las atendemos, curamos, desinfectamos… y si son profundas acudimos de inmediato por ayuda.
Las heridas invisibles también merecen ser atendidas.
Porque el hecho de que no se vean no significa que no duelan.
Y solo cuando les damos voz, cuando las reconocemos y las cuidamos, es que dejan de gritar por dentro y empiezan, poco a poco, a sanar.
Es hora de acudir por ayuda!
Dra. Carmen Pimentel
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